Por amor a… las pilingas hijas de esa Gran Bretaña

El otro día estuve cenando en un pub de Londres. Y lo pasé en grande (grande de Petrer). Había un grupo de chicas londinenses que probablemente celebraban el cumpleaños de una de ellas. Poco a poco fueron viniendo más y más chicas. Cada cual que venía era más guapa todavía que la anterior. ¡Qué maravilla!

La que celebraba el cumpleaños, o la que lo parecía celebrar, era un ejemplar digno de un museo. Tenía una cara de mala, era la reencarnación londinense de Anne Baxter (¡qué mujer!). Comía un platazo de comida con un ansia digna de una auténtica diosa, con la desidia y suficiencia de quien no es consciente de lo que verdaderamente es o representa, con una aparente naturalidad celestial. Era terriblemente mortal su suficiencia. Era dinamita pura.

De pronto aparecieron tres amigas más que parecían hermanas. Estaban cortadas por el mismo patrón. Una de ellas era la reencarnación de la inestimada y estimable señorita Romero, mi prometida, a quien Dios guarde muchos años. Además, parecía que había cometido el mismo error que ella, que era haber metido su cabeza en un bote de tinte color caramelo. Pero le quedaba estupendo.

La que llegó la última era la más guapa de todas, con diferencia, y ya es decir… Era una rubita (no platino), pequeñita, simpática, con una cara auténticamente preciosa. Era sin duda la más guapa de todas.

Sin embargo, la que más me llamó la atención era una pelirroja gordita, la típica duquesa de Pork. Era una auténtica joya. Me hubiera casado con ella sin dudarlo, por mucho que mi prometida me hubiera matado o me hubiera puesto a parir. Era un poco entrada en carnes, con una cara muy graciosa, muy simpática. Y lo mejor de todo, sonreía cuando yo la miraba fija e indisimuladamente. Hasta me habló mientras me sonreía. Era la mejor, la que yo más hubiera deseado.

Algunos me criticarán por escoger a la pelirroja, pero me encantan ese tipo de mujeres, las feas, qué le vamos a hacer…

Lo único que puedo añadir después de haber vivido esta escena en Londres es algo que he deseado poder decir a los cuatro vientos: «Vivan las grandes pilingas hijas de la Grandísima Bretaña, patria común, indivisible y momentánea del Gran Robert Redford de Glasgow (Great Peer of Scotland)».

God save these Queens. I said.

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