Por amor a… Madrid

La primera gran ciudad española que visité fue Barcelona. Ocurrió un año antes de los Juegos Olímpicos. Fuimos con un Intercity. Fue un día terrible, muy lluvioso.

Eso sí, siempre le he tenido más cariño a Madrid. No sé si porque yo de pequeño era del Real Madrid (con todo lo que tenía que aguantar entonces, que algún día contaré); o porque era fan de Sabonis, el rascacielos más alto de la ciudad… No lo sé.

Se ha escrito tanto, se ha cantado tanto, se ha nombrado tanto a Madrid… que uno se siente aburrido al volver sobre ello.

La primera vez que visité Madrid fue aprovechando unas fiestas de Pascua. Fuimos a visitar el Museo del Prado. Comimos realmente bien por allí, creo que cerca del Congreso de los Diputados. Y luego, si mal no recuerdo, fuimos andando desde la Puerta del Sol hasta el Palacio Real. Recuerdo que había una marabunta de gente saliendo y entrando de El Corte Inglés. Un amigo de mi padre, un crack, nos dijo: «¡Mira, Santiago! A ti te encantaría estar ahí intentando escuchar el sonido de una aguja al caer al suelo».

¡Y qué decir de los madrileños! Nos encontramos un chulapo, que no iba ataviado con el traje, sino con coche. Y el muy fulano nos quitó el sitio para aparcar. Ya por aquel entonces aquello era la ley de la selva. Probablemente se llamase Narciso, como ese gran personaje que interpretó José Sacristán en «La tonta del bote». Pobrecillo. O quizá no tanto. Porque oigan, estar casado (aunque sea en la película) con Paca Gabaldón no creo que sea nada malo, aunque te someta a su voluntad. O quizás precisamente por ello. ¡Quién sabe!

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